La historia es más o menos así: al momento del atentado en su contra, Juan Pablo II llevaba cerca de tres años en Roma sin hablar polaco. Si bien dominaba con soltura una decena de idiomas, el italiano y latín eran aquellos a los que recurría diariamente. Tal vez un poco de inglés, pero nada casi de su lengua materna. Al enfrentarse a las balas que lo hirieron, sin embargo, el pontífice gritó en polaco.
Es en esas escasas situaciones o encrucijadas existenciales donde la identidad se muestra y se conoce quién es realmente la persona que grita. Cualquier destino, decía Borges, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que la persona sabe para siempre quién es.
¿Por qué es útil recordar esta historia? La reciente discusión de los últimos días sobre el reglamento de la Convención Constitucional parece tristemente insinuar que, en caso de gritar, un número de convencionales lo harán en polaco. Así al menos podría sugerirlo la discusión en torno al quórum de los dos tercios.
Nuestra constitución es clara al ordenar que el reglamento de votación de la Convención deberá ser aprobado por dos tercios y que ésta no podrá alterar los quórums ni procedimientos para su funcionamiento o adopción de acuerdos. Sin embargo, el martes la Convención ha decidido que al discutirse el reglamento se decidirá por mayoría simple si una regla procedimental debe quedar o no sujeta al quorum supramayoritario exigido por la constitución.
No nos equivoquemos: lo cuestionable no es el desacuerdo sobre el alcance que debe dársele a la regla de los dos tercios en la aprobación del reglamento. Lógicamente pueden existir discrepancias legítimas entre convencionales sobre si una determinada disposición de éste debe o no ser aprobadas por ese quórum. Lo realmente complejo es pretender arrogarse la posibilidad de decidir por una simple mayoría si la Convención queda o no en libertad de cumplir con una exigencia fundamental del proceso constituyente.
Quienes se comportan de esta manera en la Convención parecen desconocer una regla básica de toda democracia constitucional: el constitucionalismo tiene escaso valor sin élites políticas dispuestas a honrar acuerdos, hayan sido o no acordados por ellas. En su esencia, una constitución no es más que una serie de acuerdos para organizar el poder que toda la élite política se compromete a cumplir y hacer cumplir sin importar las consecuencias o el propio beneficio. ¿No es acaso paradójico que todos los convencionales tengan por intención dotar al país de reglas que obliguen a futuras generaciones políticas cuando ellos se niegan a cumplir las que pesan sobre ellos?
Hace sólo una semana, uno de los pocos constitucionalistas dentro de la Convención afirmaba la imposibilidad que ésta pudiese cambiar la regla de los dos tercios y advertía que su desconocimiento podía suponer entrar en una ‘crisis institucional mayúscula’. Sabiendo entonces la gravedad de lo que se juega al abandonar esta regla, ¿gritarán igualmente los constituyentes en polaco? ¿Serán conscientes de que, como sugería Borges, tal vez sea este el momento que defina el destino de la Convención?
Lo cuestionable no es el desacuerdo sobre el alcance que debe dársele a la regla de los dos tercios en la aprobación del reglamento.